Inéditos2018-05-10T16:10:54+00:00

LA JUSTIFICACIÓN

No soporto a los hombres que lloran. Realmente no puedo soportarlo, va más allá de mi comprensión o de mi control, y no hablo de repugnancia, al menos no solamente. Es algo más visceral. Los hombres que lloran, lejos de conmoverme, me provocan lo más parecido al desprecio. Y los que me dedican sus lágrimas, me refiero a aquellos que no lloran delante de mí por un motivo puramente coyuntural sino que adrede tratan de imponerme su pena o su sensibilidad o su dolor, mientras gozan contrayendo los músculos de la cara hasta aniquilar cualquier vestigio de pómulo o de nariz apretando los párpados para que las lágrimas desborden como si lo hubiesen ensayado hasta el hartazgo frente a un espejo… a esos hombres que lloran para mí, me dan ganas irrefrenables de golpearlos, de que les duela algo pero muy en serio.
Dije que esta reacción está fuera de mi control, pero normalmente me contengo. De todos modos, con más frecuencia veo hombres que lloran por casualidad, quiero decir que por accidente estoy cerca y no tengo más remedio que asistir al oprobio con vergüenza ajena, impasible por fuera hasta que una secreción ácida del estómago, una furia horrible que crece hacia arriba termina por ahogarme. Cuando un impulso liberador me hace temblar las manos, me retiro con cualquier excusa. Esto sucede la mayoría de las veces y no tiene consecuencias para nadie excepto para mí, que quedo en la memoria de la gente como una persona particularmente desafectada. Desafectada, usted comprenderá la paradoja espantosa de mi situación, cuando por dentro se me revuelven las tripas.
Dije que esta reacción está fuera de mi control, pero normalmente me contengo, o bien sigo una estrategia preventiva. Ya dejé de exponerme a las circunstancias aberrantes. Hace años, por ejemplo, que no voy a los entierros, ni a los velatorios, ni a reunión social alguna que conmemore o evoque la muerte de nadie. Lejos de presentar mis condolencias a los enlutados, la imagen repetida de sus caras desencajadas, doloridas, verdaderos géiseres de lágrimas, me provoca náusea, ganas de insultarlos despiadadamente para que dejen a los muertos en paz y no los estorben con su llanto inútil. Por eso no voy más, para qué. A veces pienso en el momento de mi propio entierro, me veo en el rol protagónico del cuerpo muerto, tendido, frío, indefenso, rodeado de hombres que lloran sobre mi cadáver, que gimen y lloran hasta que el cajón se llena de agua. Es una pesadilla. Sólo espero que no exista nada parecido a la conciencia después de la vida, el fuego del infierno me parecería menos pavoroso que elevarme por sobre mi cuerpo inerme y contemplar a los hombres que lloran por mi muerte sin poder hacer nada más que retorcerme de asco.
Esta reacción está fuera de mi control, es cierto, pero normalmente me contengo: trato de no pensar en mi entierro para no entrar en la locura. Así puedo seguir viviendo, claro que no siempre sin consecuencias. Con el paso del tiempo, tampoco soporto el llanto de los chicos, ni mucho menos el de los bebés. No es que no quiera tenerlos cerca: es que no podría tolerarlo. Es una decisión profunda, plenamente consciente, como la de no ir más a los entierros. ¿Para qué exponerme a cometer alguna atrocidad si puedo evitarlo de antemano? Aunque eso sí, no siempre puedo evitarlo. Dije que normalmente me contengo, pero convengamos que lo normal no aleja la excepción, al contrario. Son las excepciones, las rarezas estadísticas, las que sostienen y diferencian la normalidad. Por eso quizás estos episodios sean mi única justificación, el hecho mismo de que ocurran muy de vez en cuando, me hace normal. Como todas las personas, salvo que yo no soporto el llanto de los hombres, y que debido a circunstancias extraordinarias, eventualmente no puedo contenerme. Por eso repito que esta reacción está fuera de mi control, y aunque este hecho no me justifica, el carácter eventual de eso que usted llama técnicamente “homicidios”, merece alguna consideración. Dicho así, fuera de contexto, admito que parecen asesinatos cometidos a sangre fría… A sangre fría, otra paradoja: le juro que a mí la sangre me hierve. Pero la naturaleza es sabia, y aunque no pueda soportar el llanto de los hombres, también es cierto que, normalmente, me contengo. Si me permite recalcarlo, el carácter eventual sí me justifica.

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